«Bio-ética» = «ética de la vida»

La confirmación precisa y firme del valor de la vida humana y de su carácter inviolable, irreductible, que por su valor intrínseco, reclama ser tratada con amor de benevolencia.
La responsabilidad de la promoción y defensa del derecho a la vida, un compromiso existencial y práctico a favor de todas las personas, en especial, de los más débiles
Argumentar auténticamente la existencia y la condición espiritual del alma humana en diálogo real con las ciencias biomédicas contemporáneas.
Es una ciencia moral, no técnica, que ofrece criterios éticos a las ciencias experimentales sobre la vida.

lunes, 13 de abril de 2009

El suicidio

Suicidio

El término «suicidio» deriva del latín sui-occisio, o sea darse a sí mismo la muerte. El Diccionario de la Real Academia lo define: «Es quitarse violentamente y volunta­riamente la vida». Estos dos adverbios califican la muerte suicida: el suicidio requiere que se lleve a cabo de un modo violento y voluntario.
No pueden calificarse de «suicidio» algunos intentos que pretenden llamar la atención más que llevarlo a efec­to. El suicidio evoca el absurdo, dado que refleja una situación antinatural, pues el hombre como todo ser tien­de a mantenerse en su existencia. De aquí que, cuando decide quitársela, es porque ha caído en la tentación de que la vida no tiene sentido.

a) Valoración moral Sagrada Escritura
La Revelación subraya el dominio absoluto de Dios sobre la vida del hombre: «Ved que yo, sólo yo soy... Yo doy la muerte y la vida, hiero yo y sano yo mismo» (Dt 32, 39). En consecuencia, si el hombre no es dueño de su vida, tampoco puede «herirse» a sí mismo: es Dios quien da la vida y la quita.
Por estas razones, Israel no es un pueblo suicida. El A. T. sólo narra el suicidio de Ajitófel: «se ahorcó y murió» (2 5am 17, 23). El N. T. relata solamente el suicidio de Judas (Mt 27, 3-5). El suicidio tampoco aparece en los catálogos de pecados del N. T.
Esta cultura «antisuicida» contrasta una vez más con el pensamiento pagano, pues el suicidio era amparado por los moralistas de la cultura grecorromana. Lo aprueban Séneca, los estoicos y los epicúreos. Por el contrario, lo condenan Aristóteles y Platón.

b) Doctrina del Magisterio
Frente a la moral estoica, los Padres y el Magisterio son unánimes en condenar el suicidio. La Congregación para la Doctrina de la Fe afirma que «la muerte voluntaria, o sea, el suicidio, es tan inaceptable como el homicidio» (DE, 1, 9, 3). Y el Catecismo de la Iglesia Católica argumenta así: «El suicidio contradice la inclinación natural del ser humano a conservar y perpetuar su vida. Es gravemente contrario al justo amor de sí mismo. Ofende también al amor del prójimo porque rompe injustamente los lazos de solidaridad con las sociedades familiar, nacional y humana con las cuales estamos obligados. El suicidio es contrario al amor del Dios vivo» (CEC, 2281).
Pero en los últimos tiempos gana terreno la sentencia favorable al suicidio. La defensa actual tiene sus antece­dentes en algunos conocidos filósofos de los siglos XVIII-XIX: Hume, Montesquieu, Schopenhauer y Nietzsche. En nuestro siglo, lo defiende Durkheim y algunos existencia­listas. Camus distingue entre «suicidio pedagógico» y «sui­cidio absurdo».
Es cierto que no resulta fácil refutarles sin el recurso a Dios. Bonhóffer escribió: «El derecho al suicidio se desva­nece sólo ante la presencia de Dios... pues Dios defiende la vida incluso contra el que se siente hastiado de su vida» (Etica, 101).
Algunos moralistas actuales, aun negando la licitud del suicidio arbitrario, sostienen que el hombre no es un robot alquilado por Dios, sino que tiene una cierta autono­mía, en virtud de la cual podría procurarse la muerte en aquellas situaciones en que la vida se desmorona. Es de advertir que esos autores proponen esta argumentación como presupuesto para defender la licitud de la eutanasia.
Pero esa argumentación, que podría sostenerse desde la razón, no tiene cabida en la teología, pues, si la teono­mía es una característica de la moral católica, la depen­dencia primera es la «teonomía ontológica», pues el hom­bre en su mismo ser depende radicalmente de Dios. Para esas situaciones sirve la máxima de San Pablo: «Si vivi­mos, para el Señor vivimos; y si morimos, morimos para el Señor. En fin, sea que vivamos, sea que muramos, del Señor somos» (Rom 14, 8).
La Encíclica Evangelium vitae resume así las razones bíblicas que condenan el suicidio:
«El suicidio es siempre moralmente inaceptable. al igual que el homicidio. La tradición de la Iglesia siempre lo ha rechazado como decisión gravemente mala. Aunque determinados condicionamientos psicológicos, culturales y sociales puedan llevar a realizar un gesto que contradice tan radicalmente la inclinación innata de cada uno a la vida, atenuando o anulando la responsabilidad subjetiva. el suicidio, bajo el punto de vista objetivo, es un acto gravemente inmoral, porque comporta el rechazo del amor a sí mismo y la renuncia a los deberes de justicia y de caridad para con el prójimo, para con las distintas comunidades. de las que se forma parte y para la sociedad en general. En su realidad más profunda. constituye un rechazo de la sobera­nía absoluta de Dios sobre la vida y sobre la muerte, procla­mada así en la oración del antiguo sabio de Israel: 'Tú tie­nes el poder sobre la vida y sobre la muerte, haces bajar a las puertas del Hades y de allí subir' (Sb 16,13; cfr. Tob 13, 2)». (EV, 66).
El hecho es que cada día es más frecuente el suicidio. La media anual se sitúa en 10 suicidios por cada 100.000 habitantes y sobre todo alarma el fenómeno del suicidio entre jóvenes.
El remedio contra el suicidio es el espíritu cristiano que nace del ejercicio de la virtudes teologales: de la fe, que da sentido a la vida y elimina el «sin-sentido» que pre­tende quitársela; de la esperanza, que hace que el hombre no «des-espere» y de la caridad, que, al mismo tiempo que ama a Dios, despierta el amor a la vida.

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